Por José Antonio Turrado. Secretario general ASAJA Castilla y León
Me ha costado entender las razones por las que los bancos no son más proactivos, ofreciendo productos financieros con hipoteca sobre fincas rústicas y, sobre todo, cuando el dinero es para comprar la propia finca y labrarla de forma personal y directa.
La tierra es un bien seguro, cuyo valor no ha dejado de crecer en las últimas décadas; es un bien que no se deteriora por un mal uso o actuación maliciosa del usuario -como ocurre por ejemplo con una vivienda o local comercial-, y la elevada demanda hace que el banco se pueda desprender fácilmente de su activo inmobiliario si tiene que efectuar una ejecución hipotecaria.
Es muy difícil entender que todavía hoy, un joven agricultor, pueda acceder con facilidad a un préstamo hipotecario para comprar su primera vivienda en una ciudad o cabecera de comarca, a un plazo de veinticinco o treinta años y que, por el contrario, todo sean pegas para financiar la compra de una finca que, además, de su valor intrínseco, produce, con una hipoteca que en ningún caso será superior a quince años.
Creo que, por fin, tengo la respuesta. Indagando en los datos que ofrece el Instituto Nacional de Estadística (INE), en los años anteriores a la crisis económica de 2008 se dieron cantidades ingentes de préstamos hipotecarios sobre fincas rústicas, con cifras de unos 11 millones de euros cada mes en una provincia rural, como es la de León.
En esa misma provincia hoy la media está en 4 millones de euros al mes, pero ha habido muchos años con cifras de un millón al mes. Y es que la mayoría de las fincas hipotecadas, con la calificación de rústicas, eran fincas compradas con fines especulativos para su recalificación en suelo urbano, fincas de grandes tenedores de terreno que esperaban un golpe urbanístico, a base muchas veces de sobornos, para multiplicar su capital.
Los bancos entraron en ese juego dando hipotecas sobre fincas rústicas como si fueran urbanas, y la crisis económica terminó con esta madeja que a punto estuvo de dar al traste con la economía española, después de hacer quebrar a los bancos y cajas menos solventes.
Hablar hoy de hipotecar fincas rústicas es mentar “la bicha”, porque los directivos de los bancos y los directivos del organismo regulador, el Banco de España, no pueden evitar poner la mente en esa cantidad de terreno, “cuarenta veces refinanciado”, que se compró e hipotecó por varias veces su valor real, y que hoy nadie quiere a ningún precio.
El problema de los agricultores y ganaderos es que, cuando vamos al banco a pedir una hipoteca para comprar fincas, nos miran como a los especuladores de la pasada década que soñaban con construir pisos.
El Banco de España sigue receloso a este producto y obliga a provisionar a la mínima que el banco aumente el activo, por lo tanto, ninguna entidad se lanza en una campaña para captar clientes de hipotecas.
Hacer ver y entender
Nos va a costar hacer ver y entender al Banco de España primero, y a los Consejos de Administración de la escasa docena de bancos que operan hoy en nuestro país, que el producto que demandamos los agricultores nada tiene que ver con el que le ofrecían a inmobiliarias y constructores.
Nosotros compramos las tierras por su valor actual, no pensando en una revalorización a futuro. Compramos para producir y, además, sabemos cómo hacerlo, porque las trabajamos de forma personal y directa. Y las compramos desde un sector, el agropecuario, que es el que tiene una menor morosidad de todos los sectores productivos de nuestro país y, por supuesto, menor también que la existente en los préstamos al consumo de particulares.
En resumen, necesitamos comprar tierras para poder seguir siendo agricultores y necesitamos para comprarlas que los bancos nos vean como agricultores, y no como especuladores. Comprar tierra, que no es un bien amortizable, solo es posible si eres rico de familia o si el banco cree en tu proyecto y te presta el dinero. Es nuestro papel presentar proyectos creíbles, pero necesitamos que el sistema financiero nos mire sin prejuicios, sin la rémora que otros crearon.
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